El extranjero arribó a la ciudad ya en la noche. Ha cenado y no puede dormir aún. Pasea silencioso del brazo de su hijo por una calle desierta: de improviso, le alcanza la sensación de estar revisitando «antiguos fulgores de viejas lunas». Aunque fue hace cuarenta años cuando pisó por última vez estos adoquines, la inmensa soledad de la plaza hace surgir en su mente la idea de la inmutabilidad de las cosas, ¡quizá el tiempo no pueda con estos adoquines! La luna, la fosforescencia de las torres de la basílica, el lago azulado de la gran plaza le predisponen a navegar y, de repente, divisa en lontananza (ya endereza el rumbo al mar de los recuerdos) la Puerta de San Florián. Ahora tiene once años, es invierno de 1868, y después de la escuela preparatoria regresa a casa donde una monja silente y una anciana ama de llaves ambientan una atmósfera que le encoge el corazón: «No sé qué habría sido de mí de no ser por mi afición a la lectura. ¡Leí! ¡Qué no llegué a leer!». ? La memoria de mi paraíso funciona como un cubo de Rubik, combinación de colores, historias y sentimientos. Un perfume azul, que se torna en rojo trágico y visceral de lugares arrancados y borrados de la realidad. La repetida cópula de los sueños que rebotan en el espejo del agua, amarillo de fantasma y pesadilla infantil. Mi vida con la ola y el mar, azul marinero. El don preclaro de los afectos, que son del color blanco de hada. El esplendor en la yerba, que es el verde del primer amor. Y el deslumbramiento de la arena, naranja untuoso como la primera vez que atisbé el desierto desde la ventanilla de un avión... «El lugar de la memoria», En La luna en el espejo, de Miguel A. Moreta-Lara
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