Las gentes de los tiempos modernos, que viven en ciudades industriales, son como ratones que han dejado el campo para ir a habitar lugares extraños. Viven entre los muros oscuros de las casas, en las que sólo penetra una luz mísera, se crian escuálidas y hurañas, preocupadas constantemente por el problema de proporcionarse alimentos y calor. Aquí y allá, algún ratón más audaz se yergue sobre las patas traseras y se dirige a los otros, asegurando que se halla dispuesto a forzar los muros del encierro para acabar con los dioses que lo edificaron.
-Los mataré -afirma-. Las ratas deben gobernar. Tenéis derecho a gozar de la luz y del calor. Habrá comida para todos y nadie se morirá de hambre.
Los ratoncitos chillan y chillan, sumidos en la oscuridad. Al cabo de algún tiempo, viendo que no ocurre nada extraordinario, se vuelven tristes y deprimidos y recuerdan los tiempos en que vivían en los campos, pero no abandonan las paredes de las casas, porque el hábito de vivir reunidos en manadas les ha hecho temer el silencio de las largas noches y la línea infinita del horizonte.